
Hoy tienes una ocasión de demostrar que eres una mujer además de una dama (Joaquín Sabina)
En 1987, cuando el Cine de Destape Nacional había ya tocado a su fin como fenómeno indisociablemente unido a la Transición Española, el director catalán Jordi Cadena estrena La Señora. La implicación en el proyecto de su actriz principal, la barcelonesa Silvia Tortosa (a su vez co-autora del guion extraído de la obra original de Antoni Mus -premio Premi Sant Jordi 1979- y co-productora asociada), es total. La Tortosa, que aún el año pasado, casi medio siglo más tarde de su participación en películas de alto contenido erótico como Vota a Gundisalvo (Pedro Lazaga, 1978) o la célebre ópera prima de José Luis Garci Asignatura pendiente (1977), renegaba de su etiqueta de “musa del destape” (“Feminismes a Ràdio-4”, 28 de marzo de 2021), retorna a la Gran Pantalla con cierto aire de autoafirmación. Era posible integrar un desnudo a un relato con una carga narrativa “seria”, instalada en la lógica de la trama de manera incontestable, algo impensable en el comercio sin ton ni son de carne femenina propio del Destape. Lo describe muy bien en esta entrevista con Aguilar: Aquel cine utilizó la transición para fines que poco tenían que ver con el ensalzamiento de las nuevas libertades, y que se quedó como enaltecimiento de las tetas y los traseros de las actrices. A muchas de ellas se les lavó el cerebro convenciéndolas de que desnudarse era progre, reivindicativo y liberador. Lo que realmente se buscaba era incrementar las recaudaciones de la taquilla, así que aquella situación poco tenía que ver con la libertad y el desarrollo de las personas después de un régimen dictatorial” (José Aguilar, Las estrellas del Destape y la transición. El cine español se desnuda, Madrid, 2012, T&B Editores, pp. 305-306). Cada desnudo debía tener su sentido, como elemento cotidiano y sin coartadas que enriqueciera la historia de vida que presenta cualquier trama sexistencial, cualquier biografía sexuada. Desnudos con sentido –y no solo consentidos-, un matiz esencial para entender la diferencia del desnudo en el cine comercial respecto al del porno mainstream. Es así como, a partir de la novela de Mus, Jordi Cadena y Silvia Tortosa serán capaces de construir, con la brutal interpretación hierática de Hermann Bronnin, una atmósfera asfixiante y claustrofóbica alrededor del proceso de destrucción de una feminidad.
Silvia Tortosa encuentra en Jordi Cadena -que ya había adaptado a Juan Marsé (La Obscura Història de la cosina Montse, 1977), había incorporado en su segunda obra elementos de género (Barcelona Sud, 1981) y había dirigido un episodio del largometraje Sexo (1981)- la horma del zapato de su proyecto de revisión de carrera. Después de La Señora, Cadena continuaría nutriéndose de la adaptación literaria -con una arriesgada puesta en escena de la obra És quan dormo que hi veig clar del poeta Josep Vicenç Foix o de Los papeles de Aspern de Henry James– y el abordaje de otros aspectos de la sexualidad como el fetichismo (Nexe, 1995), la violación y el abuso sexual (Elisa K, 2010) o el maltrato (La por, 2013).
Con La Señora, Silvia Tortosa intenta -en vano- dar carpetazo a su leyenda de musa del Destape, cuya fecha de defunción podríamos situarla tras el ”Decreto Miró” que hacía desaparecer la franquista clasificación “S” y, un año más tarde, con la disolución de la Junta de Calificación (5 de marzo de 1984). El Cine sería “X” o comercial, sin grises en los que ampararse para solicitar subvenciones y ayudas en territorios de ambigüedad erótica. Susana Estrada, Mirta Miller, Amparo Muñoz, Nadiuska, Bárbara Rey, Rosa Valenty… se verían obligadas a buscar fortuna en el cine comercial o en la televisión con mayor o menor éxito, pero sin grandes hitos en sus filmografías. Un buen retrato de esa época las sacará del olvido en 2008, con el filme-homenaje Los años desnudos (Dunia Ayaso y Félix Sabroso). Cuesta encontrar entre las viejas glorias del Destape alguna obra realmente relevante. La Señora, a mi entender, es esa obra maestra que ninguna de aquellas tendrá ya la oportunidad de interpretar. El filme ha envejecido tan bien como su actriz principal, como si la claustrofóbica atmósfera que lo envuelve hubiese envasado al vacío, ajenos al deterioro de la filmografía coyuntural y oportunista de la época, tanto a la película como a su protagonista, la sufrida Maria Teresa Reig i Solivelles.
Podríamos decir, siendo reduccionistas, que el tema central de esta obra podría ser el del obsoleto concepto de débito conyugal y sus distintas interpretaciones. La obligación estaría por encima del goce y de cualquier concepto de amor. Era lo propio de la idea de matrimonio-contrato, como el de Don Nicolau Solé i Trullol, soltero adinerado, con la inocente Maria Teresa Reig, muchos años más joven que el pretendiente. Para los padres supone un alivio económico esa dote que los libera de la hipoteca a cambio de la venta de su hija a un potentado que garantiza posición social y riqueza, el proveedor ideal. Impera la figura de lo que llamo “macho 3-pro” (proveedor, protector y progenitor). Pero esos beneficios no bastan para que la joven Teresa se desarrolle como ser sexuado. Entre los Códigos de Derecho Canónico de 1917 y 1983, con el cambio radical que supuso el enfoque acerca del matrimonio del Concilio Vaticano II (1958-1965) en plena ebullición de la inminente Revolución Sexual, la visión jurídica del matrimonio empieza a ponerse en cuestión por no atender al desarrollo sexo-afectivo de los cónyuges. Cambia la mirada sobre la esencia del matrimonio. Hasta entonces, el intercambio sexual era cuestión de justicia (actos per se aptos ad prolis generationem, como exigía el débito conyugal o lo que en Sexología entendemos como Paradigma Reproductor, el sexo como vía para la generación de descendencia). El cónyuge tenía derecho a que el otro garantizara la continuidad del apellido. Con el Concilio Vaticano II, lo jurídico cede su trono a una consideración más emocional y afectiva, como “comunidad de vida y amor”. El Amor vence a la Ley. En 1983, el consentimiento mutuo (tan de moda en nuestros días, como si el tiempo no hubiese transcurrido), la entrega del uno al otro como condición sine qua non (sese mutuo traduunt et accipiunt, es decir, “a sí mismos mutuamente se entregan y se reciben”). Desaparece teóricamente toda forma de imposición y coacción basada en criterios jurídicos. El sexo exige amor mutuo entre los cónyuges, de manera que el débito conyugal pierde toda forma de legitimidad.
Así pues, la mujer ya no aparece, de iure, sujeta a los vaivenes de la libido masculina, para protesta de facto del tradicional Patriarcado hegemónico. Ningún varón podría ya salir impune de la violación de su esposa amparándose en ley alguna. Sin embargo, aún hoy, en algunos países y comunidades, parece que algunos machos no se han enterado de la suspensión de este derecho de pernada a demanda ni de la justificación del maltrato a la mujer “por incumplir con sus deberes de esposa”. Pero es que el cónyuge ha dejado ya hace décadas de ser un prestatario de servicios: ni ellas son úteros en propiedad o máquinas de desahogo de ellos ni ellos sementales al servicio de relojes biológicos y llamadas de la maternidad. Así que el sexo se quita la toga y se viste de Eros. Interpela a toda la persona y a su desarrollo como tal. Convoca a todo el ser y a toda la identidad, en cuya construcción el amor aparece como elemento primordial. Ninguna obligación moral o imperativo jurídico puede ya anteponerse al desarrollo personal de cada cual ni interferir su libre construcción. Puede haber un sexo-placer, y un sexo-sentimiento, y un sexo-afecto, pero en ningún caso un sexo-deber.
La historia que relata La Señora (basada en hechos reales, nos cuenta el principio de la película) se desarrolla en la Mallorca de los años ’30, en un “aislamiento” aparentemente ajeno a la progresista España Republicana. A partir de un “pacto de caballeros” entre su padre y un maduro pretendiente, Teresa es obligada a asumir -con la obediencia filial a la que está obligada, le recuerda su párroco, y de las pasiones- su destino como esposa del potentado Don Nicolau, que casi le dobla la edad. Hasta ahí nada extraño. Costumbres de la época. De nada sirven las quejas de Teresa. Con su sacrificio, la familia se liberará de deudas. Una venta en toda regla al mejor postor. A pesar de ello, Teresa parece albergar cierta esperanza de que será capaz de sobrellevar su matrimonio y de que podrá descubrir, pese a la avanzada edad de su esposo, los placeres del sexo. La ausencia del beso tras la ceremonia nupcial y los lechos en habitaciones separadas serán solo el principio de su proceso de desintegración como mujer.
La narración empieza in media re, en el lecho de muerte de Don Nicolau. Un largo flashback nos relata la tortura sufrida en sus años de matrimonio. La obsesión de Don Nicolau por la higiene le imposibilita frente al contacto carnal. No soporta el olor de otros cuerpos, y su mayordomo está obligado a doblar su ropa con guantes que eviten cualquier contagio, olor o mancha. Lo que podría acabar convertido en un matrimonio asexual, se va transformando en una relación estrambótica, cargada de rituales procreativos sin contacto físico. Voyerismo, onanismo, fetichismo compensador… Teresa está obligada a cumplir el débito conyugal sin intervención de la carne y sin otras caricias que las de un abanico. La mujer se va destruyendo por pura inanición. Reclama el contacto físico con su marido, pero recibe una innegociable negativa sistemáticamente por respuesta. Dios aprieta, pero no ahoga… aparentemente. A los sesenta años, Don Nicolau deja una viuda cercana a los cuarenta con cierta obsesión por recuperar el tiempo perdido. Magistral la ambientación de esa primera parte del filme, con un estridente tic-tac sin tregua, campanadas anunciando el paso de cada hora, y una oscuridad omnipresente en la casa crean una atmósfera claustrofóbica que solo se rompe, provisionalmente, con la venta de todo el patrimonio de Don Nicolau y la retirada de Teresa a la única casa de campo que decide conservar. Allí se le presenta el amor en forma de dos efebos con los que espera compensar la carencia de sexo y afecto sufrida durante su matrimonio. Pero el destino es cruel. La muerte vuelve a hacer inesperado acto de presencia y el tiempo insiste en no perdonar. Una frase del abuelo de la familia de masoveros a su servicio sentencia desde el saber que dan la experiencia, los años y el sentido común. “Juventud con juventud. Edad con edad. Intentar otra cosa es fracasar. ¿No lo cree así, señora?”. Esa frase la trastorna. Le hace tomar conciencia de su imparable camino hacia la invisibilidad y la decrepitud. Emerge la María Teresa más cruel y vengativa. La mujer agoniza, abducida por la Señora que nunca podrá ya dejar de ser. Se acaban las ocasiones para demostrar que es una mujer además de una dama. La escena final es apoteósica, con Teresa al pie del retrato del difunto don Nicolau que reina en el salón. La escena se va congelando, como una cruel metáfora del tiempo ya para siempre detenido, de la imposibilidad de un mañana. Su rostro y su posición son calcados al de ese difunto esposo del cuadro, quizá ya su única compañía hasta el día de su muerte.
Al final, nos queda el relato de dos débitos conyugales incumplidos y dos vidas frustradas: la del viejo marido incapaz de atender las súplicas de afecto y cuerpo de una joven esposa que acaba destruida y la de la esposa que se venga de su comprador -negándole su tan preciada descendencia- y de todos aquellos que, sin saberlo, se fueron convirtiendo en cómplices de su amarga condena a la soledad, al recuerdo de lo vivido y a la fabulación de lo que le fue negado.
©2022, Jordi Clotas