Diario de un Erósofo, texto 4: Microghostings

Hay días que son mágicos. Un excitante selfie, acompañado (o no, da igual) de una frase subida de tono, rompe inesperadamente el prosaico guion del día y la rutina salta en pedazos. A partir de ese momento, las horas grises se tiñen de rojo pasión. Se empieza a crear una tórrida atmósfera que debería convertir la noche en puro goce. Las fantasías se suceden, inflaman las expectativas. Imposible concentrarse. Ese día no va a ser ya nada más que una agónica espera, prolegómeno de La Vida con mayúscula, la que se extiende más allá de los muros de la oficina. Las horas se eternizan, los mensajes se suceden, el smartphone arde. Todo marcha viento en popa. Y sin embargo…

Basta una simple llamada impertinente, el cruce inoportuno de alguna miseria doméstica, un titular incendiario en la a menudo amarillenta crónica familiar, una noticia en la radio sobre la próxima factura de la luz, una bronca con un cliente, las últimas cifras y pronósticos sobre la pandemia, una carta inesperada en el buzón… Las fantasías eróticas son poderosas, pero se enfrentan a un nutrido ejército de microdramas cotidianos. Y entonces nos damos cuenta de la fragilidad de la libido en los tiempos de la hiperinformación. Demasiado estímulo. Demasiada complejidad. En la sociedad de la prisa, la alegría tiene una vida útil corta. Caduca con la misma rapidez con la que hace acto de presencia. La sonrisa no vende periódicos. Somos adictos a las malas noticias, algo masoquistas en el fondo. El selfie de la mañana fácilmente se va recubriendo de lacrimógenas capas de cebolla, y la excitación acaba empanada de preocupaciones. La pasión es volátil cuando uno oye demasiado ruido y escucha poco al deseo. Paradójicamente, el cuerpo se nos antoja menos sólido que la cavilación, y los fantasmas pesan más que la carne.

Así que llegamos a casa, y mientras uno de los dos viste aún de rojo, el otro aparece teñido de gris oscuro, tirando a negro. El rojo y el negro, como la novela de Stendhal. Un sacerdote frente a una guerrera desconcertada, y la incandescente pasión fundida en negro. El de la carbonilla se augura como el único polvo que va a haber sobre el lecho esa, durante casi todo el día, prometedora noche. De gozos y pozos. Lo peor es que el trastornado calla, y al otro se le queda cara de póquer. No entiende nada. ¿Qué ha pasado? ¿Quién ha secuestrado o abducido al fogoso amante del último mensaje, el que prometía lujuria y descontrol a raudales? Urge una explicación, y el silencio, en estos casos, es como un cigarrillo mal apagado en un polvorín, sobre todo cuando el marchitado actúa como si esos mensajes hot no hubiesen existido. Espera que el sueño húmedo se desvanezca, por puro juego del despiste, en la habitual novela costumbrista de sofá, tele, despacho de whatsapps y cronómetro apuntando a la hora de irse a la cama… a dormir. Ignora que cada vez que pulveriza el deseo bajo una sábana de repentina amnesia y juega al exasperante microghosting, la pasión se va yendo más y más al traste.

¿Y el otro? Para el que se queda teñido de rojo, con sus mejores galas suplicando humilladas volver al cajón de las ocasiones especiales, esa sensación de microghosting es frustrante. Se esconde en el baño y repasa los mensajes, por si todo hubiese sido una ilusión, un espejismo fruto de una insolación erotógena. Pero no. ¡Esos mensajes están ahí, esclavos de las palabras del amante amnésico al que alguna especie extraña de ictus en la víscera ha travestido de Hyde a Jekyll! La bestia se ha dormido en el fugaz trayecto que separa la Tierra Prometida de una noche inolvidable y el rutinario “buenas noches” con beso hipotérmico. Después de un día de prometedores desmadres y desfile de fantasías eróticas, el pijama de franela y la bata de boatiné no son una opción. La sensación de estafa hace acto de presencia en el silencio tenso de sobremesa. ¡Qué importante es el diálogo en ese momento, la tan manida necesidad de comunicación en la pareja! Pasar de puntillas esperando que al otro se le olvide o se le pase es casi una invitación a que el traicionado se replantee lo de abrirse una cuenta en Tinder. Y luego el amnésico le cuenta a sus amistades que no entiende lo que ha ocurrido, que no se lo veía venir, que todo iba perfectamente. “¡No discutíamos nunca!”, se lamenta sorprendido, sin entender que el silencio de las conversaciones evitadas es el más potente anestésico de la pasión.

Un día malo lo tiene cualquiera. La atmósfera puede romperse por infinidad de motivos, pero llegado el caso, uno le debe siempre una explicación al otro. Contar lo que nos ha sacado a patadas del campo de juego erótico, ese inesperado microghosting que en ocasiones nos secuestra como amantes y nos devuelve zombies, permite que el desconcertado entienda por qué se ha pasado de cien a cero y exorcice los fantasmas que se van alimentando en la incertidumbre y la frustración. Cuando esa forma de escabullirse se torna frecuente nos convierte en vendedores de humo, y ese humo suele ser el principio de un incendio que lleva al traste nuestra credibilidad como amantes y hace tambalear los cimientos de la relación. En muchas ocasiones, la confesión de lo que nos ha trastocado los lujuriosos planes del día es una ocasión para el diálogo sincero, para conocer las fragilidades del otro, e incluso, en el mejor de los casos, para reconstruir esa atmósfera de confidencia a la que a menudo sucede la complicidad, y a la complicidad la excitación, y a la excitación la atmósfera recompuesta, y a la atmósfera recompuesta la reconstrucción del prometedor encuentro pasional que ya casi se había descartado y que poco a poco vuelve a aumentar la temperatura de la alcoba. En tal caso, basta con reabrir el cajón, calzarse el uniforme de despendole y dejarse llevar desde el lenguaje al cuerpo.

Moraleja: no dejes que el silencio hable por ti cuando las cosas se tuercen. Lo de ser dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras no funciona ante un amante decepcionado. 

© 2022, Jordi Clotas


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