
Corren malos tiempos para el patriarcado. Desde los feminismos hasta la condición posmoderna, todo el bestiario de la mitología patriarcal moderna parece hoy sometido a una revisión y cuestionamiento sin parangón en nuestro relato occidental. El reconocimiento de la mujer como sujeto histórico y el hiperindividualismo de la modernidad tardía torpedean las bases sobre la que se había venido construyendo el modelo de pareja tradicional, monogámico de iure, masculinamente promiscuo de facto. Soledad y vacío parecen alimentar nuestro contemporáneo acercamiento hacia -y desde- el otro. Ese hombre que mira (en un guiño al filme de 1994 L’uomo che guarda, de Tinto Brass) debe aprender, de repente, a ser mirado. El objeto se convierte en sujeto y viceversa. Ese sencillo cambio en el guion fenomenológico creo que lo va a modificar todo en lo que respecta al guion relacional. Y es que, en tales circunstancias, la mirada de ese otro (u otra, si nos ponemos heteros) se nos antoja, sin previo aviso, interrogante, cuestionamiento, inquisición, identidad en suspenso, espera, duda… juicio pendiente de veredicto en suma.
Recuerdo mi primer visionado de Holocausto Caníbal (1980, Ruggero Deodato). Corrían los primeros ’90. La sociedad del espectáculo dantesco, propiciado por el hiperrealismo salvaje en unos medios de comunicación ajenos a cualquier forma de deontología, anticipaba lo que la Era Internet convertiría en exhibicionismo y voyerismo salvajes. Pero antes de esa lectura sociológica, mi inquietud principal planeaba sobre la psicología del caníbal. ¿Cómo llega un ser humano a naturalizar esa salvaje práctica de devorar a un congénere? Con los años, aprendí que hay formas más sutiles de devorar al otro que masticando sus carnes y rebañando sus huesos. Llegué a la conclusión de que uno solo puede devorar al otro suspendiendo toda forma de empatía y carga de sentido humano, simbólico, hacia el cuerpo que lo envuelve. Bastaba con cosificar al otro, reducirlo a materia sin espíritu ni emociones, convertirlo en objeto de consumo y obviar su poder de actuar como sujeto, anulando su paridad. Las guerras, el asesinato, la explotación, el maltrato… necesitan reducir al otro a lo otro para que el uso de nuestro poder escape a toda forma de autojuicio moral y su correspondiente sentimiento de culpa. El animalista llega a volverse vegetariano por pura coherencia con ese principio de reconocimiento de subjetualidad en el otro, y no le sirve el pretexto de ningunear a ese otro como “un simple animal”. Al antitaurino le ocurre algo similar. El animalismo es la forma depurada del humanismo cuando otorga a todos bicho viviente la categoría de ser vivo. ¡Póngase sereno y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!, ordena Ernesto “Che” Guevara a Mario Terán, su ejecutor, el día de su muerte, 9 de octubre de 1967. Cuarenta y siete años tarda el Sargento Terán en asumir que mató a un hombre. Relata así ese histórico instante: Yo no me atrevía a disparar. En ese momento vi al “Che” grande, muy grande. Sentía que se me echaba encima y cuando me miró fijamente me dio un mareo. Ponerse en el lugar del otro cambia la perspectiva de demasiadas cosas como para que, dislocados de nuestro ser narcisista, nos permitamos seguir siendo los mismos.
Suelo afirmar con frecuencia que la cultura japonesa es un anticipo del sexo que nos viene. La crisis del concepto de pareja que vive el país nipón creo que preludia lo que va a ser la evolución de las nuevas generaciones respecto al compromiso sexo-afectivo. El auge de los sôshoku(-kei) danshi, los llamados “herbívoros” (concepto acuñado en 2006 por la columnista japonesa Maki Fukasawa), no creo que sea ajeno a la conjunción de muchas actitudes cada vez más generalizadas en nuestra cultura occidental. Narcisismo exacerbado, defensa a ultranza de la libertad, rechazo a toda forma de compromiso, huida de las ataduras de la familia extendida y sus asfixiantes exigencias de cuidado, desatención a la llamada al contacto físico, deseo anodino por la erotización de la carne, miedo a la independencia de la mujer-sujeto, devoción por el modelo de vida asocial (hikikomori)… Las espectaculares cifras de soltería en Japón y de adeptos a las relaciones herbívoras discurren al ritmo da un alarmante descenso de la natalidad en el país. Los tradicionales nikushoku-kei, los “carnívoros” o devotos del cuerpo de toda la vida, empiezan a estar en apabullante minoría.
Pero, ¿qué ocurre con las masculinidades en Europa y en Estados Unidos entretanto? Sin que su situación se asemeje en radicalidad -por ahora- a la crisis japonesa, algunos cineastas como Steve McQueen abordan esa cuestión en relatos como el de Shame (2011). A través de Brandon (un descomunal Michael Fassbender), varón en edad adulta con un empleo exitoso que le permite costearse un amplio apartamento en New York, nos acerca a la americana a uno de los tantos tipos de desnortada masculinidad contemporánea. Esta no es otra que la del capitalismo industrial heterosexual y patriarcal más individualista, alérgico al compromiso y adepto a una emocionalidad catatónica, anestesiada por el terror a la mirada del otro-sujeto. Mientras las reglas son claras, el juego fluye. Sus mujeres-objeto son seres indefensos, sin juicio; cuerpos sin mente encarnados por prostitutas y webcamers cuya interacción se ajusta al guion y al precio pagado por su despliegue en escena. Canibalismo de pago. La pornografía es aún una vuelta de tuerca más, actrices abducidas por su papel ajenas a la presencia de alguien detrás de la pantalla. La archiconocida y repetitiva trama se desarrolla sin interferencia ni interrupción alguna distinta al pause o al rewind si queremos un segundo o enésimo pase a distintas velocidades. Todo está bajo el control de lo máximamente previsible. Ante el tedio, el stop suspende su presencia, aniquila nuestra conexión con ellas. La conexión como sustitución de la relación, nos cuenta Zygmunt Bauman. El mundo laboral sigue la lógica castrense de jerarquía y lealtad, con el añadido de una recompensa en forma de salario, prestigio social, estabilidad y acceso al consumo de lo que está en venta, que es casi todo. Siempre habrá un jefe (David, interpretado por James Badge Dale) que se hará el loco cuando descubra nuestro disco duro infestado de virus contagiados por páginas web de porno duro a cambio de tu silencio tras cada nueva cana al aire. Sota, caballo y, sobre todo, el Rey. Cualquier variación sobre esa rutina puede llevar al traste ese tenso equilibrio de complicidades y comercio de carne y silencio. No es de extrañar, por tanto, que la aparición en la trama de sujetos femeninos se viva como una alteración del orden hegemónico masculino.
Sissy (genial interpretación de Carey Mulligan), la hermana de Brandon, vive en las antípodas del protagonista. Una vida caótica, de dependencias emocionales y desorden, de sentimientos a flor de piel y de búsqueda obsesiva del reconocimiento del otro, la convierten en puro trastorno. “¡Me encierras, me acorralas! ¡No tengo donde ir!”, estalla Brandon frente a lo que vive como una presencia invasiva y llena de exigencia de atención. De repente, el blanco y luminoso apartamento se llena de una emocionalidad multicolor, bipolar, inestable. Los suelos se llenan de vida e imperfección. La fragilidad se adueña de los habitantes de la casa y asfixia el grito de socorro y significación del fantasma familiar que reclama el débito consanguíneo. La presencia de la sangre en la impoluta y aséptica cerámica del baño no será más que la paroxística consumación de una tragedia previsible. Sissy es el fantasma de una vida evitada encarnada en un compromiso moral indigerible para Brandon. La forma en la que su mirada se cuela en lo más recóndito de su intimidad despedaza silencios, vacíos y ausencia de preguntas y conciencia. Como Adán al ser descubierto en el Edén por Dios tras el Pecado Original, Brandon se enfrenta por primera vez a su desnudo no solo emocional y físico, sino a su propio vacío espiritual. La soledad que acompaña a lo largo del filme a los figurantes de la descomunal urbe entra en casa para derruir su refugio y hacer desfilar sus rutinas por el desconocido territorio de la vergüenza. Miradas que se sienten a su vez miradas e interpeladas. Sujeto hecho sujeto. Juez convertido en acusado. ¡Entra en mi vida y mírame bien! ¡Vas a juzgar a un hombre!
Marianne (Nicole Beharie) cierra el triángulo de las Bermudas en el que Brandon se acaba diluyendo. Su búsqueda de una falicidad combinada con emociones y con una mujer-sujeto culmina en la imposibilidad de consumar el acto sexual. Acostumbrado a una feminidad ciega descubre la imposibilidad de penetrar en otro que se le resiste, desde el que es mirado y objetivado, descubierto, desvelados y juzgados sus actos. Ese otro juicioso es demasiado reto. Imposible la erección frente a una escena disfuncional en la que se siente frágil, penetrada su intimidad, descubierto su vacío. El otro reclama compromiso, paridad, co-protagonismo. Como diría Lacan, ser sexuado y sexuante. Inaceptable compartir la construcción de la propia identidad y mostrar la desnudez de un alma anestesiada a conciencia. No es casual que, en la misma escena, el propio Brandon pueda penetrar sin problemas a un cuerpo de alquiler, mudo y ciego, pura transacción de cuerpo sin espíritu ni emoción.
Ya casi al final, el grito desesperado de Brandon frente a la bahía, ante el vértigo del mar que se extiende hasta el horizonte y parece abducirlo hacia el vacío, empieza a cerrar el telón. Esperamos ingenuos una transformación, una auto-redención de las que nos regalan en forma de lección de vida las segundas oportunidades. Como en la última de las Variaciones Goldberg de Bach que acompañan parte del metraje, buscamos esa señal final, a modo de plácido Quódlibet que rompa con lo que hasta entonces no han sido sino eso, variaciones sobre el mismo bucle. Cuando se cruza con la mujer con la que comparten un intenso micro-romance en el vagón del metro al principio del filme, y esta se levanta invitándole sutilmente a seguirla y consumar el romance pendiente, me es inevitable centrar la mirada en el anillo de compromiso que luce la anónima seductora-seducida. Con esa escena, se cierra un brillante guion perpetrado por el propio Steve McQueen en colaboración con Abi Morgan y una película absolutamente imprescindible para acercarse a la comprensión de una de las tantas formas desbrujuladas de masculinidad contemporánea.
© 2022, Jordi Clotas