
(…) la supresión del impulso sexual y de la capacidad orgásmica desmedidamente elevados de la mujer, por medio de fuerzas culturales, debe haber sido un requisito previo para la evolución de las sociedades humanas modernas y ha continuado siendo, por necesidad, una preocupación importante de práctica todas las civilizaciones (Mary Jane Sherfey, Naturaleza y evolución de la sexualidad femenina, Barcelona 1977, Barral Editores, p. 71).
Trópico de Cáncer, la celebérrima obra de Henry Miller publicada por primera vez en Francia (Obelisk Press) en 1934, deberá esperar 27 años antes de ver la luz en su Norteamérica natal. La publicación de esa obra, de la mano de Grove Press, desafiará a la legalidad vigente contra la Pornografía, que habría prohibido taxativamente su difusión al declarar la novela como un engendro inequívocamente “obsceno” y dado paso a una batalla legal que se prolongaría tres años, hasta que en 1964 la Corte Suprema de los Estados Unidos (vd. caso Grove Press Inc. V. Gerstein) anularía esa sentencia de “Obscenidad”. La novela, que relataba las vicisitudes de Miller para sobrevivir en el París de los años ’30, contenía un detallado relato sobre los encuentros sexuales del narrador con un lenguaje directo y explícito. El triángulo formado por Miller, su esposa June Mansfield y la no menos célebre Anaïs Nin (cuyos Diarios se publicaron a partir de la segunda mitad de los ’60) se describe de forma pormenorizada en el filme Henry y June (Philip Kaufman, 1990).
Para no pocos analistas de la historia de la sexualidad, el período que abarca la publicación en 1961 de Trópico de Cánceren los Estados Unidosy la anulación en 1964 de la sentencia de obscenidad que pesaba sobre la obra será el caldo de cultivo idóneo para consolidar la Revolución Sexual. La Primera Ola de Feminismo del primer cuarto de siglo XX, la cultura Flapper de los ’20, la estética Camp, el Pulp, el Exploitation Film y la libertaria y excedida creatividad de la Beat Generation encontrarían en 1964 ese hito que, con la derogación en 1967 del Código Hays en el mundo del Cine y la consecuente suavización de la censura aplicada al Séptimo Arte (el 1 de noviembre de 1968 entra en vigor el sistema voluntario de clasificación de filmes de la Motion Picture Association, MPAA) , permitiría una velocísima difusión de la nueva moral sexual. La Revolución salía de los barrios marginales y entraba en los hogares burgueses. Ya nada iba a ser igual desde entonces.
La reconfiguración de la feminidad que había propiciado la contracultura occidental a lo largo de más de medio siglo por fuerza tenía que poner en vilo el modelo Patriarcal auspiciado por una moral victoriana radicalmente tradicionalista en lo que respecta a los roles de género y a la institución matrimonial. El único escollo a superar por parte de esa nueva mujer, que poco a poco iría descubriendo una sexualidad placentera y desvinculada de la procreación, sería el miedo a un embarazo no deseado. El fisiólogo Gregory Pincus colocaría a lo largo de la década de los ‘50, con la invención de LaPíldora por antonomasia (la PAOC, o píldora anticonceptiva oral combinada), la piedra de toque que culminaría la tormenta perfecta de un ya imparable progreso en la fascinante historia de la emancipación femenina. Al varón solo le quedaba un desesperado intento por boicotear y ralentizar al máximo esa libertad recién estrenada. Y como las nuevas morales siempre van acompañadas de nuevos mitos, la ninfomaníaca no tardó en convertirse en invitada de honor a las temerosas sobremesas de los hogares, en copar artículos presuntamente científicos y en convertirse en protagonista de un sinfín de filmes que buscaban en la libertad sexual femenina un signo de degeneración, de perversión y -¡cómo no!- de riesgo para la estabilidad social fundada sobre la cada vez más frágil institución familiar. Bastaba esa exageración que acompaña siempre al ridículo, engordar las cifras hasta el paroxismo y caricaturizar lo que, en su extrañez, genera desconcierto cuando no terror irracional. Y es que el mito se alimenta, sin excepción, del exceso. La pasión de Anaïs Nin sumada a la afilada dialéctica de Simone de Beauvoir, junto a la presencia cada vez más mediática de la Tercera Ola de Feminismo… Solo faltaba una base científica que desmontara la presunta pasividad de la mujer al acometer el encuentro sexual, hasta que Mary Jane Sherfey nos daba en 1968 suculentas claves que desmontaban el mito de la feminidad catatónica con su Naturaleza y evolución de la sexualidad femenina. Con ella, toda la teoría freudiana del desarrollo sexual femenino y la imagen del clítoris como una zona erotogénica infantil salta por los aires. Nin, Beauvoir, Sherfey, la Tercera Ola… Una combinación demasiado difícil de combatir desde la razón.
La ninfómana empieza desde ese momento a aparecer como personaje gancho, como secundario provocador, exótico, curioso. Brian de Palma, en su extravagante Saludos de 1968 (Greetings), echa mano de ese recurso en el personaje que interpreta Sara-Lo Edlin. A partir de ahí, la ninfómana se instala sin complejos en los poco originales guiones de repetitivos filmes que atraen infinidad de espectadores para descubrir la nueva adquisición del zoológico humano. Sus títulos no dejan demasiado espacio a la sorpresa –Yo soy ninfómana (1971, Max Pécas), Anita, ninfómana sueca (1972, Torgny Wickman), Diario íntimo de una ninfómana (1973, Jess Franco), Ninfómana imperial (1999, Luca Damiano)- o, en caso de duda, se adaptan para hacer explícito su contenido –Passionate Heiress (1987, Jerome Bronson, editada en España como La familia ninfómana-). Adentrados en el mundo del porno mainstream, la lista sería interminable. Aproximaciones a la ninfomanía más sexológicas y menos sexográficas las encontraríamos en la versión cinematográfica con la que Christian Molina adapta en 2008 Diario de una ninfómana, de mi queridísima Valérie Tasso, o en la película que ha motivado este texto, Nymphomaniac, Volúmenes 1 y 2 (2013, Lars von Trier) en su versión completa y sin cortes, lo que se ha popularizado con la categoría genérica de “Montaje del Director”.
La ninfómana impulsaba la imagen de una nueva mujer emancipada y entregada al placer sin riesgos de embarazos no deseados, sin el miedo a las enfermedades de transmisión sexual, dueña y señora de la planificación sexual y de una exploración erótica sin límites. La heroína postrevolucionaria disfrutaba del sexo, tenía formación académica y acceso a la vida laboral, y el guion conyugal (esposa, madre, ama/esclava de casa) se hacía añicos. La revolución sexual abría las puertas a la anhelada sociedad igualitaria. Era, de hecho, una revolución social, cultural y moral, con nuevas formas de relación entre los sexos de las que la pareja tradicional era solo una de tantas opciones. El amor burgués se rendía a otro orden lejos de la moral, la religión y el control social. La comuna, el aborto, las nuevas tecnologías anticonceptivas… Lejos quedaban los tabúes y casposos conceptos como el tabú, el pecado, la perversión… Tocaba recuperar la Historia perdida, los siglos de represión, el sexo femenino silenciado. La Ninfómana encarnaría esa heroína trágica contemporánea tocada por la hybris, un personaje excéntrico equidistante tanto del modelo patriarcal del que huía como del feminismo antisexo que las condenaba por alimentar, en cierto modo, las fantasías de un varón encantado con la promiscuidad de la mujer (del prójimo, por supuesto, jamás de la propia). Solo faltaba encontrar el modo de alcanzar esa sexualidad satisfactoria para la que la represión masculina ya no era obstáculo ni pretexto.
Y ahí es donde el guion de la emancipación femenina, en su versión más instrumentalizada y malintencionada, empieza a hacer aguas. La ninfómana se presenta como la eterna insatisfecha, quizá un personaje de fábula con mal final cuyo alejamiento del redil tradicional no proporciona más que desdicha y drama. Los guiones masculinos recurren al sempiterno trauma infantil de base, muy freudiano, para justificar ese comportamiento libertino que parece conducirlas irremediablemente a la autodestrucción. Algunos, en sus puestas en escena más moralizantes, claman implícitamente por un retorno a aquel de pronto añorado equilibrio perdido en su desmesurada ansia de libertad sexual. Tardaremos años en ver algo similar,, en tono honesto, dramático y no caricaturesco, aplicado a una historia de vida masculina (la ya comentada e nuestro texto 5 Shame, de Michael Fassbender, 2011). La comedia se dedicaría a buscar gags fáciles alrededor de la figura del obseso sexual, cierto, pero siempre con esa distancia irónica y condescendiente tan propia de la endogamia masculina cuando hablan de los suyos. La comedia casi siempre suele intentar marcar cierta distancia con la realidad para decir verdades como puños que la risa hace olvidar en el siguiente gag. En la era de la presunta igualdad, la de la masculinización de lo femenino y su correspondiente viceversa, la ninfómana es la cougar, esa MILF siempre disponible como presa del cazador que acaba cazado, lobas con piel de oveja dispuestas a devorar al insolente joven hunter, por lo que el relato desemboca casi siempre en una fábula con moraleja que opera como atenuante ante la tentación de juzgar a la madura emancipada y la exoneraba de culpa. La ninfómana de antaño se convertiría en este punto en la justiciera capaz de poner en su lugar al aprendiz de machirulo de turno en un escarmiento celebrado por el políticamente correcto discurso de género imperante. La cougar sería sencillamente una insaciable versión, ambiguamente moral como mandan los cánones posmodernos, de la femme fatale de todos los tiempos en formato de improvisado speed dating. Nada de dramas, nada de intereses patrimoniales, ninguna intención matrimonial. Al placer por la vía del placer sin ataduras. Hoy cuesta pensar que a alguien se le ocurra patologizar un asunto que, en el peor de los casos, podríamos evaluar desde una mirada a lo sumo ética o moral si no fuera porque cada vez nos pirra más el malditismo de nuestros referentes socio-culturales y las historias enrevesadas (de nuevo Lars von Trier, Haneke, Noé… Charlie Kaufman). Y es que al final el sexo sigue siendo ese misterio que, en mayor o menor medida, sigue obsesionándonos. Y en una época de implosión neopuritana como la nuestra, aún más…
Quizá por ello, no debería sorprendernos que palabras que creíamos desterradas de nuestros diccionarios e imaginarios (satiriasis, ninfomanía…) vuelvan de repente a ponerse de moda para patologizar una vez más lo que parecía aparentemente superado y “normalizado”. Algunos eufemismos (del pecado a la parafilia, pasando por la perversión y la aberración) habían desterrado a sátiros y ninfómanas de los manuales de psicopatología. Los maquillaron de comportamiento sexual compulsivo o adicciones sexuales a partir del DSM-III, la biblia de la APA (American Psychiatric Association) en su versión de 1980. Incluso en 1994, en su cuarta edición, llegó a eliminarla por falta de evidencias científicas. La misma suerte ha tenido el THS o Trastorno Hipersexual, que también ha perdido su entidad diagnóstica. Nadie se atreve ya a dictaminar, sin temor a la acusación de ideólogo o moralista, dónde empieza lo “poco” (hipo-), lo “mucho” o, especialmente, lo “demasiado” (“hiper-“); tampoco qué objeto del deseo debe excluirse de una conducta sexual “normal”. La OMS de 2018 parece tenerlo más claro cuando en su versión 11 de la CIE (Clasificación Internacional de Enfermedades) incluye la adicción sexual (parapetada en el menos alarmante diagnóstico de Comportamiento Sexual Compulsivo) y la define como patrón persistente de falla para controlar los deseos sexuales o impulsos sexuales intensos y repetitivos que resultan en un comportamiento sexual repetitivo, lo cual aparentemente la acerca más a un Trastorno Obsesivo Compulsivo al incidir más en la ausencia de autocontrol que en el universo motivacional de esa conducta. Desde esa definición, la prevalencia estimada de los comportamientos sexuales compulsivos estaría alrededor de un no poco relevante… ¡Entre un 3% y un 6% de la población! (¡Eso sí que es una pandemia!).
Desde la mirada de un profano (ya me perdonarán psicólogos y psiquiatras si digo alguna estupidez), la ninfómana y el sátiro de hoy no se divertirían, según APA y OMS, como en las películas de los ‘70. Sufrirían una invasión de fantasías erotógenas que compensarían con esa respuesta obsesiva, buscadora de dopamina, y en ningún caso generadora de una satisfacción sostenida. Esa misma insatisfacción no compensada (en argot clínico, ese déficit de actividad dopaminérgica cerebral) obligaría a un consumo permanente de cualquier recurso que disminuyera la tensión sexual y respondiera a la avalancha de estímulos suministrados por una peculiar percepción de un mundo por el que circularía un desfile permanente de estímulos del deseo sexual. La exigencia de dedicación compensatoria generaría problemas de sociabilidad, desatención de obligaciones y compromisos, olvido de aspectos esenciales para la subsistencia y la convivencia en sociedad, dificultades para construir relaciones afectivas sólidas; y conduciría al final a una dramática vida excéntrica, inexplicable para el entorno social y familiar, y a una inevitable marginalidad muy común en la mayoría de adicciones con su correspondiente carga de autoinculpación.
Dicho todo esto, quizá ya va siendo hora de entrar en la sala y echar una ojeada a Nymphomaniac de von Trier. Y es que Joe, la protagonista de la película, encarna a la perfección el drama de la adicta al sexo en muchos momentos del larguísimo filme del director danés. Lars von Trier, guionista a la vez que director, rehúye la tentación de buscar un trauma que justifique lo que, de principio a fin del filme, va a intentar despatologizar desde la voz del otro gran protagonista de relato, Seligman, el “hombre feliz”. En un extenso periplo por la memoria, Joe repasa cronológicamente los recuerdos de su sexistencia, de su biografía sexual, desde las primeras exploraciones de la siempre tabú vivencia de la sexualidad infantil hasta el presente. Seligman buscará todos los recursos a su alcance para intentar alejar a Joe del sentimiento de culpa que la atormenta. Opera como redentor, equidistante de la religión y del sexo, ante las que nunca se ha llegado a doblegar le cuenta, lo que le convierte en el más objetivo de los jueces a su parecer. Hipersexual, adicta al sexo, ninfomaníaca… Seligman intenta desmontar una tras otra los desesperados esfuerzos de Joe por autoinculparse. Los juegos eróticos a los que se va entregando desde una amoralidad radical es su forma de sacarle el mayor partido a la vida. La sexualidad sin límites es la vía escogida para alcanzar esa meta.
Prostitución, sexo grupal, interracial, parafilias, fetichismo, adoctrinamiento sectario, masoquismo… Infinitud de expresiones de la sexualidad y objetos de deseo van dibujando un mapa de ensayos y errores en los que el sexo bascula entre lo lúdico de la novedad y el drama de la dependencia. En el momento en que deja de tener ningún tipo de sensación en su vagina, el mundo se desmorona y la personalidad se desvertebra. A cada apariencia de tenso equilibrio la sucede la insatisfacción, la imposibilidad de completud. Cualquier obligación que se interponga en el camino hacia la fugacidad de un estímulo placentero no tarda en saltar por los aires. Quizá el adicto al sexo se reconoce como tal cuando las obligaciones básicas dejan de atenderse a cambio de un instante de goce. Pareja, maternidad, trabajo, amistades, reputación… Nada pesa tanto como ese destello de vida que proporciona un orgasmo. El hipersexual, si existe, es el que renuncia a todo por ese chute de dopamina que le da sentido a su vida durante unos minutos, antes de que la sensación de vacío y la tentación del abismo vuelvan a desequilibrarlo. Quienes le niegan a la adicción sexual su entidad diagnóstica por ausencia de síndrome de abstinencia quizá debieran centrar su atención en esa sensación de depresivo vacío que hace acto de presencia en ausencia de las dosis de dopamina que proporciona al hipersexual sus periodos de inactividad. Lo vimos ya en Brandon, el protagonista de Shame. No hay sublimación ni actividad gratificante alternativa que valga ni en Brandon ni en Joe, lo que convierte al presunto hipersexual (a ojos al menos, insisto, de un profano en psiquiatría y psicología) en un inadaptado social. Entiendo, con Luckasson (Mental retardation: Definition, classification, and systems of support,Luckasson et al., 2002) por conducta adaptativa el conjunto de habilidades conceptuales, sociales y prácticas aprendidas por las personas para funcionar en su vida diaria. Y es que a veces quizá olvidamos que el sexo es para gozarlo, no para sufrirlo.
Tal vez por ello la única fórmula efectiva pasa por la toma de conciencia de todo lo que se está poniendo en riesgo a cambio de ese goce caduco. Los relatos del infortunio ajeno, como oportunidad de proyección vicaria disruptiva, son aparentemente las bases en las que se fundan las terapias de grupo, presentes también en el filme. Nada parece llenar el vacío de su vivencia de una sexualidad sin barreras. Tampoco su acercamiento a esa red de sexohólicos anónimos consigue una actitud compensatoria de los placeres sobre los que ha construido su forma de ser mujer en el mundo, por usar la fórmula de Simone de Beauvoir. Esa incapacidad de sublimar los instintos básicos es la que convierte a su interlocutor, Seligman, en un irritante consolador y confesor. Fracasa el intento de convertir la mirada del otro en vía de redención para expiar una culpa que el otro no acepta. La provocación de von Trier quizá no está tanto en la conducta de Joe como en el desesperado intento de Seligman de hacer ver al espectador que allí no ha pasado nada. Al otro extremo de esa irritación, la simpatía contenida con la que el director defiende una historia de liberación femenina. Su despedida de la terapia de grupo no deja lugar a dudas:»soy una ninfómana, y me amo a mí misma por serlo, pero por encima de todo, amo mi coño y mi sucia, obscena lujuria«. A modo de lema, diría que esa frase planea desde el primer minuto de una película sin concesiones, rayana en la estética pornográfica con sentido y consentida bajo horas y horas de erudición volcadas sobre ese bibliotecario/monje frustrado que encarna Seligman. Pero estamos ante von Trier, a las antípodas de cualquier forma de conciliación de opuestos. El final del filme nos muestra que ni toda la sabiduría de la civilización es capaz de resolver la estupidez humana. En esa decrépita atmósfera de pesimismo antropológico parece inevitable que al más grande de los discursos no le siga un tropiezo de patán que lleve al traste toda la grandilocuencia y erudición de nuestra cultura de bisutería. Y entonces, emergen las verdades silenciadas por el lenguaje culterano: el analfabetismo emocional –sexual, incluso diría- se nos vuelve a revelar implacable y sin paliativos como la gran asignatura pendiente de nuestra decadente civilización, siempre en busca de héroes excepcionales (¿Sade? ¿Casanova? ¿Algún otro teórico del libertinaje?) que rompan el maleficio. Entretanto, se impone la sospecha de que cualquier forma de legitimación moral del instinto y la búsqueda del placer está condenada a acabar, tarde o temprano, convertida en manifiesto estético sin contenido.
Entonces, ¿a cuento de qué el relato de una ninfomanía en pleno siglo XXI, el de la despatologización de cualquier forma de peculiaridad erótica? Me llama la atención cómo el discurso médico moderno, a la hora de etiquetar sus psicopatologías, buscó en el cuerpo de la mujer la raíz de su enrevesado léxico. Lo revistió de sabiduría ancestral y recurrió a la etimología para hablarnos de histéricas (ὑστέρα, hystéra, útero o matriz) y ninfómanas (νύμφη, nymphê, referido mitológicamente a las seductoras deidades de la naturaleza, sí, pero también al clítoris, o a los labios menores de la vulva femenina). Mientras la satiriasis (σατυρίασις, satyriâsis) remite al sátiro como una aberración humana, mezcla de hombre y carnero y por tanto un ser distinto al humano masculino, ninfómanas e histéricas tienen su raíz etimológica en la anatomía común, compartida por todas las mujeres. El sátiro es excepcional, pero el útero y los labios menores o el clítoris es compartido por todas las mujeres, y por tanto un rasgo casi identitario, semilla de riesgo de género. ¿Está implícito en esas raíces etimológicas que cualquier mujer arrastra sin excepción el estigma del pecado, al modo de Eva y su Pecado Original, y que solo basta el exceso para llevarla a la degeneración? ¿Basta con ser hombre, y no sátiro, para no tener que preocuparse por ese exceso que, para Blake, conduce al palacio de la sabiduría y no a la satiriasis? Quizá, desde la ironía o la paradoja, Lars von Trier juega de nuevo a la inexorable ambigüedad y fragilidad de lo humano, donde la ninfómana puede llegar a liberarse del “estigma” y renunciar a su liberación en el mismo momento en que su redentor, el sabio feliz, sucumbe a la tentación de convertirse en sátiro.
Si, como dijo en una ocasión su director, una película debería ser como una piedra en el zapato (Epidemic, 1987), en Nymphomaniac encontramos a Lars von Trier en estado puro.
© 2022, Jordi Clotas