Diario de un Erósofo, texto 7: Del Homo Fabulans al Homo Ludens

Desde mi particular visión de la historia socio-cultural de Occidente, el 15 de abril de 1980 se acaba una manera de concebir el mundo. Un año antes de esa efeméride, la de la muerte del filósofo Jean-Paul Sartre, François Lyotard publica La Condición Postmoderna. Un año después, en 1981, la palabra “Internet” sale a la luz y arranca lo que, posiblemente, será la mayor revolución cultural desde que, más de cinco siglos atrás, el alemán Johannes Gutenberg inventara la imprenta. Ya entonces el mundo cambió radicalmente. El saber, en manos aún de unos pocos, se popularizaba y alcanzaba a las multitudes. Fue probablemente la primera gran democratización del conocimiento. Sin embargo, la vida y los contenidos de los libros discurrían entonces por caminos distintos. Lo que los libros contaban parecía habitar en un mundo aparte, alejado de la cotidianidad, de lo in-mundo.

La Postmodernidad vino a cuestionar, precisamente, la legitimidad del saber que difundían esos libros, un pensamiento duro que, en lenguaje de Gianni Vattimo, no tardaría en transformarse en su opuesto. Il pensiero debole, un pensamiento débil auspiciado por las filosofías de Nietzsche y Heidegger principalmente -mezcla de relativismo y multiculturalidad a partir de la cual todo quedaba irremisiblemente sujeto a la interpretación-, iba a zarandear cualquier pretensión de conocimiento firme y de acción a partir de valores y saberes definitivos. Desde este planteamiento, la manera de relacionarse con el otro, lo que aquí realmente nos interesa, se va a transformar radicalmente. Bastaba solo encontrar el canal adecuado para la difusión de esa nueva actitud frente al mundo. Internet iba a convertirse en el altavoz de la más grande de las revoluciones de la Historia, una revolución cuyas consecuencias últimas somos, creo, incapaces aún de calibrar.

Y es que Internet democratizará ya no solo la difusión, sino incluso la creación de ese nuevo saber y, por ende, de una nueva “realidad”. El homo fabulans iba a encontrar en el homo interneticus el perfecto aliado para publicitar la fascinante transformación su particular imago mundi. Cada usuario dispondría de su minuto de gloria para expresar su peculiar Weltanschauung. Millones de internautas para millones de cosmovisiones. Y es que el cibermundo vendría a ser como la suma de infinitud de mundos posibles, mundos múltiples al estilo Leibniziano en el que el mejor de los mundos posibles -de hipótesis simples (todo vale en tanto que nada es del todo cierto), rico en fenómenos (somos inestables infómanos sometidos a una hiperinflación de estímulos, en palabras de Byung-Chul Han) y orientados no tanto quizá a la felicidad como al consumo de propuestas “útiles”- nos llevaría a la versión Leibniz 4.0, donde el Dios Demiurgo es sustituido el internauta de a pie.

Volvamos a Sartre. La tríada Libertad-Compromiso-Responsabilidad parece irse devaluando a partir de los ’80. Se despoja desentido en el nuevo escenario propiciado por la Modernidad Tardía y el aparente poder ilimitado de nuestra ontología cibernética. Ese triángulo, aplicado a la relación de pareja monógama, entrará también en crisis cuando, desde la arresponsabilidad que nos regala la ausencia de compromiso, intentaremos jugar a gestionar una libertad para la que no todos y no siempre estamos emocionalmente preparado. Series recientes como la mexicana El Juego de las Llaves (Marisa Quiroga 2019) explora dos décadas más tarde los conflictos de la pareja abierta ya presentados en La Tormenta de Hielo de Ang Lee en 1997. La reciente Deep Water (Adrian Lyne, 2022) lo aborda no desde el juego, sino desde la crisis de los roles de género convertida en thriller. En los tres ejemplos, parece repetirse una misma idea:  La libertad absoluta es como la heroína demasiado pura, que puede acabar matando. El vértigo de la libertad total, sin que nada se le resista, es como la paloma kantiana en el espacio vacío. Sin la resistencia que le ofrecen el compromiso y la responsabilidad no tiene sentido. Somos libres precisamente contra algo, por oposición a lo que nos limita.

Sin límites, la libertad sabe anodina, a existencia aséptica y monólogo. El otro es precisamente resistencia íntima, en palabras del filósofo catalán Josep María Esquirol. Crecemos por oposición, por negatividad positiva (de nuevo Byung-Chul Han). En un espacio de radical narcisismo, raramente nos transformamos. Somos como el Dios cuya perfección le obliga, por pura coherencia, a permanecer inmóvil en los viejos tratados de Teología. Hoy, la oposición del otro se nos antoja amenaza, probablemente porque, por pura economía de esfuerzos, cambiar por compromiso con el prójimo es un sacrificio evitable, sobre todo teniendo en cuenta que hay miles de internautas en busca de afecto y placer esperando un simple match en Tinder. Para Sartre, la libertad venía limitada por el compromiso con el (y lo) otro y las responsabilidades que eso incluía. Ese debate está presente en el reencuentro entre Theodore (es decir, “Don de Dios), protagonista de la película que hoy nos ocupa, y su ex-esposa Catherine, quien le acusa de evasión de responsabilidades sociales y afectivas, de huir del mundo y sus complejidades, para acabar en una relación con un OS, un sistema operativo. Como bien nos recuerda Zygmunt Bauman, hemos pasado de la exigencia de la relación a la frívola banalidad de la conexión. Ante el primer contratiempo, game overy a rey muerto, rey puesto-. Más que recomendable revisar Cites, la lúcida serie catalana ideada por Pau Freixes (2015 y 2016), para saber de qué estamos hablando.

Las pantallas tienen su propio código a la hora de presentar el mundo al cerebro emocional. De vuelta a Cites, de Freixes, me parece fascinante el capítulo IV de la primera temporada, cuando Pinyó y Aurora se ven por primera vez en el mundo real. Reina el silencio en el bar que Pinyó ha reservado en exclusiva para un encuentro privado y sin interferencias. Ante la violencia de ese silencio, deciden hablarse, frente a frente, a través de la pantalla de sus smartphones, conscientes que el cara a cara les va grande. Nada distinto a lo que les ocurre a los adolescentes que, tras largo tiempo chateando, tienen la oportunidad de encontrarse frente a frente. Quizá Internet, con la huida de la realidad “dura” que nos propone, esté en cierto modo infantilizando el mundo. Gamificación de la ek-sistencia por pura in-sistencia.

En Her (Spike Jonze, 2013) la apuesta es más compleja. El universo de los OS como sustitutos de parejas corpóreas une a Theodore (Joaquin Phoenix) con Samantha (Scarlett Johansson, voz) en una relación descorporeizada, en la que Samantha no es más que un cerebro superdotado que opera desde cualquier dispositivo y se va desarrollando a partir de las experiencias que va viviendo con su pareja. La relación se lo juega todo a un único sentido: el oído. Estamos frente al homo fabulans en estado puro. No hay ni siquiera una imagen que pueda complementar la imagen que Theodore va forjándose de su pareja. Samantha encarna en su más estricta pureza al homo narrans, al history-maker, al story-teling-man en versión femenina. Narratividad al servicio de crear -a través de historias y emociones, de música y confidencia- un universo compartido en el que las miradas se intercambian para vivir en y desde el otro. En plena crisis del ideal romántico, llama la atención la propuesta de Jonze en su primer trabajo en solitario como guionista. En ausencia de cuerpo y del resto de sentidos, sin miserias domésticas que compartir, la relación se lo juega todo a un dialogo constante. Estamos frente a un paradigma de comunicación absoluta, en el que no ha lugar el reposo del verbo en el cuerpo del otro, ni aromas, ni gusto, ni tacto. ¿Vista? Samantha puede ver a Theodore, pero Theodore, como Orfeo en su salida del hades tras rescatarla, no puede ver a su Eurídice. Así lo ha dispuesto un peculiar orden digital que, en contraste con la hiperrealidad que domina los juegos y las distintas aplicaciones audiovisuales cada vez más cercanas a la realidad (Hyper-Reality, de Keiichi Matsuda, 2016, indaga sobre el paroxismo de esa invasiva virtualidad) no ha querido apostar por nada que no sea la estricta comunicación entre los amantes. Ese diálogo es el que se encarga de cumplir la función homofabuladora de crear relatos que construyan un orden a dos voces a partir del caos de acontecimientos y estímulos de un exterior cada vez más inflamado, pura excrecencia (en palabras el controvertido filósofo francés Jean Baudrillard). No hay apuesta por avatares. Se impone una peculiar realidad híbrida (idilio de carne y bytes) para una aventura de dotación de sentido plural a dos realidades distantes y distintas, un Metaverso construido a modo de racionalidad restrospectiva compartida sin concesiones al Universo real,  a lo óntico y cárnico. Puro post-humanismo.

Pero es que tampoco se apuesta por la Transexualidad de la que nos habla, de nuevo,  Baudrillard. No estamos ante un juego de usurpación de identidades, ni de ambigüedades, ni de personajeidades reservadas para su uso exclusivo en el ciberespacio, ni de cambios de sexo. Las dos identidades en juego se saben y exigen “ellos”, auténticos, sin concesiones a la mentira de las parejas del mundo real. No hay juegos de rol. El masculino y frágil Theodore frente a la feminidad frustrada Samantha, cada vez más deseosa de corporeidad, de comunicación sexual más allá del relato descarnado. Ni todo el saber que atesora ni las posibilidades ilimitadas de conocimiento y creatividad bastan para apagar el anhelo de Samantha de un fugaz contacto piel con piel con Theodore. Tampoco una experiencia física subrogada en un cuerpo de mujer acalla ese deseo. Charlie Brooker se enfrenta al dilema una relación descorporeizada en Be Right Back (primer capítulo de la segunda temporada de Black Mirror, 2013). Pero en el relato de Brooker ocurre algo muy distinto al de Her. Sustituido el cuerpo, la amante es incapaz de soportar la ausencia de resistencia de la perfecta réplica de su amante, creado con piel sintética hasta el más mínimo detalle y con una portentosa potencia sexual. La virilidad no se concentra en un falo más o menos satisfactor. La ausencia de fricción con el otro acaba enclaustrando el diálogo en un eco sin réplica, tautológico. Sin oposición, la relación se pervierte hasta el extremo de una incómoda parálisis en ese nosotros de ficción en el que no hay enfrentamiento, discusión, debate. Como la prisionera de Proust, la ausencia de resistencia anula la personalidad del otro y lo despoja de su auténtica identidad. De un artificio a otro, el de Spike Jonze se desmonta en el momento en que el cuerpo se reclama punto de encuentro necesario en el que culminar una, hasta entonces, inmejorable comunicación. Y entonces, en el abismo de la imposibilidad, es cuando emergen los fantasmas de las distancias insalvables. Un Alan Watts con una mente digital ilimitada simboliza esa mente privilegiada que puede compartir con Samantha un universo mucho más amplio que el del cerebro humano de Theodore. Solo basta añadir a ello otro de los componentes críticos de la relación de pareja, el de la exigencia de exclusividad monogámica, para que la tragedia se consume.

Sin la tríada sartreana Libertad-Responsabilidad-Compromiso y el mundo aparentemente inocuo y sin consecuencias que se despliega tras las pantallas en las que fraguan nuestras elecciones (superfluas, banales, frívolas, triviales… la vida como juego); con una realidad desmaterializada que incluye al otro como objeto de subjetividad castrada, desde una visión solipsista de valores hiperindividualizados y a la carta (tengo mis principios, pero si no te gustan tengo otros, decía Groucho Marx), heredado de la peor lectura del pensamiento postmoderno; a partir de la realidad distorsionada que todo ello necesariamente conlleva y cuyo alcance no somos aún capaces de anticipar… Podríamos decir que, efectivamente, entre 1979 y 1981 se siembra un cambio cultural sin parangón en la historia de nuestra civilización. A quienes vean en esta mirada un cierto aire distópico, les invito a ver, en clave no tan humorística, la escena del orgasmatrón en El Dormilón de Woody Allen (1973); a revisar las cifras de herbívoros y la creciente actitud hikikomori en paralelo con el crecimiento de la asexualidad como tendencia no solo en oriente, sino también en Europa y Estados Unidos; a los datos sobre horas de conexión a Internet de nuestras nuevas generaciones; a la ausencia de la vida de calle y de barrio en favor del ciberestado del bienestar; al miedo al compromiso de una generación que asiste con cada vez menos asombro a las cifras de divorcios de sus progenitores y sus correspondientes quebraderos de cabeza…

La de Her -desde el apostolado  de la libertad sin restricciones, la ausencia de compromiso y la evasión de las responsabilidades que esta comporta- no parece al final una apuesta tan descabellada para nuestra sociedad gamificada. En la película, el círculo de amistades de Theodore parece haberla naturalizado como una opción (¿sexual?) más que normal. Hasta incluso empieza a replicarse el universo canallesco de las infidelidades humanas con relaciones furtivas entre humanos y las parejas OS de otros. Por tanto, visto lo visto, tendremos que empezar a pensar si clasificamos el filme en el apartado de ciencia-ficción… o si lo trasladamos a la estantería dedicada a la sociología de nuestra sexualidad contemporánea

© 2022, Jordi Clotas

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