
Que el concepto de pareja ha entrado en una fase de crisis sin parangón en la historia de nuestra cultura occidental ya no es noticia. Es más bien un titular evitado, oculto en el entrelineado de un sinfín de recortes de noticias y estadísticas que nos cuentan que no es solo el amor –con sus inverosímiles cifras de divorcios, sus matrimonios con fecha de caducidad por tanto más que previsible, sus relaciones acumuladas en el trastero de las frustraciones, sus speed datings para emociones fast food, ready to eat, sus redes de ligoteo en aplicaciones activas 24/7, sus proyectos de paternidad que esperan que los progenitores lo tengan más o menos claro…- sino tal vez todas y cada una de las formas de relación humana, lo que parece estar sometido a una devaluación tan silenciosa como imparable. Amistades, familia más o menos extensa, vecindario, colegas, compañeros… Borrón y cuenta nueva. Caducidad y obsolescencia rezuman desde el minuto 1, desde la proscripción del estatus de “pareja” para definir ese “nosotros” que acaba de estrenarse hasta ese mantra que, a modo de gota malaya, insiste en recordarnos que nada es lo que parece cuando se habla de la otra gran palabra proscrita: “amor”. ¿Entregarse y comprometerse? ¿Pensar en mañanas? ¿Explicarse a ese otro para ganar en mutua significación y atravesar las cenizas ardientes de lo íntimo con los pies desnudos? ¡Qué pereza!
Y es que el valor de la perdurabilidad se asocia a lo ideal, a lo romántico, a un conservadurismo que pone trabas a un comercio y consumo al por mayor de fetiches, experiencias y actores que atraviesan nuestras biografías en calidad de meros secundarios, cuando no de figurantes. El sujeto contemporáneo no admite competencia: se quiere protagonista central (a veces, único) de su relato. El cartel en el que se autoafirma con cada nuevo estreno muestra, siempre bajo su luminoso nombre en mayúsculas, el de los minúsculos coprotagonistas -sin voz ni voto en el guion- que acompañarán, a modo de comparsa y hasta el inminente último pase, las peripecias del incontestable héroe de la trama, el solitario solista de un micro-relato sin otro final feliz posible que el de su restaurada libertad. Como reza un tópico del ambiente swinger, mejor no repetir partner para evitar vínculos excesivos e inversiones emocionales que se presumen, por pura estadística de fracasos ya acumulados, de alto riesgo y baja rentabilidad. Así que esto no va de amor, sino de “sexo” -entendiendo por “sexo” el encuentro fugaz sin vocación de relación en sentido duro-; de consumo y vampirización del (y de lo) otro. Al final, siempre nos quedarán las redes sociales para seguir “conectados”, como sugiere Bauman con sus amores líquidos.
Como nos cuenta Eva Illouz en El fin del amor, ya no se trata solo de conseguir lo que queremos -hay miles de manuales que prometen desvelarnos los secretos de la seducción infalible- sino de al menos averiguar qué es lo que queremos. Vivimos en una densa atmósfera socio-cultural que nos azota con advertencias sobre aquello que debemos evitar (insisto: amor romántico, compromiso, relaciones “cerradas”…) pero se abstiene de proponer alternativas distintas a la anomia, a la evitación del amor, a la condena del romanticismo, a la trivialidad, a la banalización del otro, o a una libertad absoluta sin manual de instrucciones de uso y disfrute. Y así, ell desamor vende como nunca. La crisis y el desencuentro constante con cualquier pretexto socavan con una aterradora frivolidad los proyectos de relación de largo recorrido. La idea de lazo amoroso parece dibujarse como un mandala que espera el golpe de viento que lo desintegre en miles de coloreados granos de olvido, desordenados y carentes de sentido. La fantasía de hiperconexión y autosuficiencia alimenta esa arrogancia que nos invita a sentenciar al otro con el estigma de la prescindibilidad cuando el deseo empiece a flaquear y a requerir mayor inversión de tiempo y esfuerzo. El final es pura profecía autocumplida.
© Jordi Clotas i Perpinyà, 2020