
Activar la pasión: esta es la intención genérica de esta Web. Y no tengo duda alguna de que el Cine es una de tantas herramientas eficaces para dinamizar el deseo que precede a esa pasión. Lo que aquí se propone es un largo recorrido por el Cine para Adultos desde sus orígenes, a la búsqueda de aquellos filmes que contribuyen a desempolvar el eros. Contiene por tanto un amplio listado de filmes, de la «S» a la «X», con su correspondiente reseña, comentario y valoración. Algunos de ellos se nos antojan más recomendables para un uso individual, mientras que otros estarían más cerca de un visionado «Couple Friendly«, Cine Erótico para ver en pareja como estímulo para la reactivación del imaginario, el deseo y la pasión. Pero antes de iniciar este listado, permitidme entretenerme con algunas reflexiones acerca de conceptos como «Pornografía» y «Erotismo» y presentaros un par de categorías que he convenido en llamar «Cine Sexográfico» y «Cine Sexológico».
Como ya ocurriera con la Fotografía, desde sus orígenes el Cine encontró un filón en la sexualidad como fórmula para atraer la mirada de las sucesivas generaciones que se fueron beneficiando de su evolución. El Cine, además, como Séptimo Arte, era el más cercano a ese Octavo Arte que es el Erotismo, capaz de transformar el mandato reproductivo y una simple función fisiológica en una experiencia estética cargada de simbolismo. Por mera proyección vicaria, entiendo que el primitivo espectador de películas para adultos encontraría probablemente en la sucesión de secuencias subidas de tono, ya desde el origen del joven arte cinematográfico, una invitación a enriquecer su más o menos limitado arsenal de recursos amatorios. Esa experiencia le permitiría asistir, sin riesgos, a Historias de Vida (por usar la terminología del sexólogo Havelock Ellis) desde las que testar sus fantasías eróticas. Poco debe haber cambiado aquella mirada, creo, hasta nuestros días.
Urge destacar, ya desde el principio, que no vamos a entrar en el debate acerca de la frontera entre lo Erótico y lo Pornográfico, básicamente porque evitaremos, a toda costa, emplear el concepto Pornografía para etiquetar o catalogar ninguno de los filmes que aquí se exponen -y, en algunos casos, proponen-. El concepto «Pornografía», palabra acuñada -al igual que «Sexualidad»- en la Modernidad, buscó en la etimología un envoltorio erudito, un pretendido carácter académico a lo que consideraremos un caso flagrante de uso ideológico del lenguaje.
Pornografía, traducido literalmente como «escritura de prostitutas», nace como concepto bajo sospecha de instrumentalización, predisponiendo al espectador a un pre-juicio moral. El sexo entraba así a la pantalla con mal pie. Era un sexo que, en tanto que ajeno, desafiaba el orden íntimo y por tanto cualquier atisbo de «normalidad» o «naturalidad». Con el paso del tiempo, con la relajación de la Moral Sexual Cultural derivada de la Revolución Sexual de los ’60, cada vez se hacía más difícil justificar por qué las mismas escenas, en un filme estrenado en circuitos convencionales, se asimilaban como políticamente correctas. Un mismo cuerpo, dos miradas. El límite entre lo erótico y lo pornográfico, más allá de lo explícito o no de las imágenes, de la cantidad de centímetros cuadrados de anatomía exhibida, o del mayor o menor número de zonas erógenas mostradas a lo largo de la narración, empezó a no bastar ya como criterio para la censura o el aplauso frente a un desnudo. Quizá de lo que se trataría entonces sería de comprender cómo era posible integrar, sin que se rompiese nada, esas imágenes explícitas en un contexto más amplio y convencional, o en la propia arquitectura narrativa del filme, y hasta qué punto respondían a una lógica del Deseo en la cotidianidad del relato presentado. Según el filme, los actores en un caso «follaban», en otros «hacían el amor», en otros «interactuaban sexualmente» … y sin embargo la escena representaba exactamente el mismo contacto piel con piel y los mismos movimiento. ¿Qué cambiaba entonces? ¿La intención del creador, la mirada del espectador, el contexto de la escena, la adecuación del momento escogido en la narración para esa mostración de cuerpos desnudos en plena actividad sexual, todo ello a la vez? ¿Hay un momento procedente y otro improcedente para la expresión de la propia sexualidad? ¿Existe, por decirlo kantianamente, un tiempo y un espacio concretos como condición de posibilidad para que un encuentro erótico se perciba como políticamente correcto? ¿No es la propia ausencia de intimidad de los actores observados por decenas de espectadores una «normalidad» imposible o, situados al otro extremo, una anécdota irrelevante? La mirada del espectador de escenas eróticas, como todo cuanto concierne al sexo, arrastra una inevitable carga ideológica. Tachar o no de «pornográfica» determinada imagen incorpora infinidad de matices sobre la mirada de quien observa, evalúa y sentencia. «Dime lo que ves y te diré quién eres» podría ser un lema radicalmente certero frente a dos cuerpos rezumando en una pantalla.
Al Porno Mainstream (el de Gran Consumo, el más popular y accesible) se le pueden objetar muchas cosas: falta de creatividad, de sentido, de lógica hedonista, de profundización psicológica en los personajes… Por mi parte le objetaría principalmente el modo exabrupto en el que unos cuerpos desnudos irrumpen en escena sin venir a cuento, «obscenamente» (en el sentido falsamente etimológico de «lo obsceno», como «out of the scene«, «fuera de lugar»), de forma gratuita, sincopando en con la estructura más o menos lógica del relato. De repente, sin mediación alguna del Deseo o la Pasión, los cuerpos interactúan en una especie de atmósfera hipersexualizada en la que la comunicación y cualquier forma de seducción se presuponen en el brillar por su ausencia. Reacción sin acción previa que la explique. Porque sí, y punto. Para esa ilógica de la seducción, los guionistas no dudan en tirar de mito: la ninfómana, el fauno siempre erecto a la espera de penetraciones en serie y sin necesidad apenas de presentaciones o inteligencia social alguna, el perturbado, la mojigata… El bestiario del Porno Mainstream se reduce a varias figuras tópicas herederas del listado de parafilias, fantasías eróticas archiconocidas y disfunciones sexuales: el exhibicionista, el voyeur, el onanista compulsivo, el pervertido, la mencionada ninfómana, la dominante, la histérica, la ingenua, el devoto de Príapo, la reprimida, el religioso en crisis, la frígida, la desengañada del amor, el moralista, el vengativo, el asesino en serie, la vampiresa, el coro de venusianas… Al final, las combinaciones se reducen a media docena de escenas prescriptivas en cualquier guion (cuando lo hay) de ese cine para adultos al que el flirteo, la galantería, la seducción y toda forma de calentamiento se la trae al pairo.. De repente, fueron felices y se comieron los unos a los otros. Y ya estaría. Siguiente escena. ¡Acción!
Pero, ¿siempre fue así? Afortunadamente, no. Aunque a alguno le sorprenda, el espectador de cine erótico, más o menos sexográfico, más o menos sexológico, no es idiota. La repetición en serie del «más de lo mismo», aunque cambien las caras de los protagonistas, llega un momento que es cansino, insípido, y hasta contraproducente en nuestra búsqueda de alimento para la libido. La evolución del Porno es una larga historia de luces y sombras: porno-chic, porno de autor, mainstream, postporno, porno-soft, el hardcore … Englobar todo ese amplísimo universo de producciones bajo una misma etiqueta inevitablemente nos lleva a un garrafal simplismo. Desde el cine de los Pasolini, Brass o Borowczyck hasta las producciones en serie de las grandes factorías como Serena, Playboy o Thagson se instalan infinidad de productos, intenciones y matices. Probablemente, todos los filmes tienen algo que contar al espectador, pero algunos parecen agotarse en su mero desfilar de cuerpos más o menos agraciados en busca de la satisfacción del entregado voyeur. Convengo en etiquetar este tipo de cine, sin pretensiones más allá del mero espectáculo visual, «Sexográfico». A mi modo de entender, es muy distinto a aquellos en el que la construcción (o destrucción a veces) del Deseo cobra especial protagonismo, y subyace en la acción cierta intención de evolución identitaria de los protagonistas, con el sexo reclamando su lugar en esa trasformación. A este último opto por llamarlo «Cine Sexológico», entendiendo que la sexualidad acompaña y condiciona la evolución de los personajes, así como la relación entre ellos.
Ambos categorías -lo sexográfico y lo sexológico- operarían en este caso como extremos teóricos creados para facilitar mi particular clasificación de los relatos «sexuales» a los que he tenido acceso. Como categorías «puras», raramente ninguno de los dos extremos está presente al 100%, a mi parecer, en un filme. Intuyo, sin embargo, que tras el visionado de alguna de las películas de este catálogo que os presento, puede ser más fácil para cualquiera comprender e identificar la primera categoría («Cine Sexográfico») que la segunda («Cine Sexológico»). Esta mirada «sexológica» es a menudo sutil y se esconde o dispersa en otras tramas y subtramas de la narrativa del filme, llegando incluso a incluir obras en las que no aparece más carne que la que podemos encontrar en nuestros rutinarios encuentros cotidianos con los otros. Es más: en muchos casos, en esta segunda categoría, la que denomino «cine sexológico», las fronteras entre amor y sexo podrían en ocasiones llegar a diluirse, centrándose la acción en un maremágnum de emociones y deseos, unas veces expresados y otras contenidos, muy rico, sugerente y variado.
Para acabar esta larga introducción, y antes de entrar ya en el catálogo de filmes, tres avisos para navegantes:
- No soy amigo de las listas «Top». Por ello, en este catálogo se incluyen tanto películas que considero de excepcional factura, algunas incluso «imprescindibles», junto a otras que no merecerían, a mi parecer, ocupar espacio alguno en la estantería de cinéfilos, ni quizá tampoco de erotómanos con un mínimo de exigencia. Hay auténticos bodrios a los que puntúo con una estrella (de cinco posibles, raramente seis si las considero obras maestras) por consideración a sabe Dios qué. (Decía un antiguo maestro que nadie merecía un «0» en un examen si, al menos, había sabido escribir su nombre). Las películas con una estrella aparecen en el listado con una finalidad única: avisar de la pérdida de tiempo que podría suponer su visionado durante más o menos una hora y media de metraje promedio. ¿Por qué incluirlas entonces? Respondo en el segundo aviso.
- La valoración de estas películas es personal e intransferible, cargada de subjetividad. Las películas que considero «horrendas» cumplen la función ya comentada de evitar perdidas de tiempo, pero también de incentivar la curiosidad de aquellos que, por el motivo que sea, tienen interés por saber qué tienen de tan malo esos filmes, así como la de cierto frikismo para el que la filmografía de Jess Franco, por ejemplo, es una genialidad. Muchas de las películas de Franco merecerían una simple estrella… hasta que uno se encariña con el icono que representa el Tío Jess y las mira desde una perspectiva amplia que abarca toda su filmografía y su peculiar estética. Por tanto, asumo que la que para mí podría ser una película detestable bien podría ser considerada como obra de arte para otro/s, y viceversa. Invito a los curiosos a ver las «Una Estrella» y construir su propio criterio y listado.
- Confieso, desde YA, mi predilección por aquellos filmes con tramas mínimamente complejas, en las que los personajes abordan de manera autoconsciente sus fricciones con el Deseo y se aventuran a resolverlas desde la exploración y el riesgo de encontrarse frente a sus silenciadas verdades, misterios y secretos. Me aburren el repartidor de pizzas y su clienta hiperexcitada, para la que parece no haber un mañana ni nada más allá del falo pizzero. Me aburre la ausencia de proceso de seducción. Me aburre lo chabacano, lo obvio, lo previsible, los cuerpos estandarizados por la industria y las modas, la ausencia de comunicación, la frivolización de las pasiones, la banalización del encuentro con el otro… Con estos antecedentes, ya anticipo la gran cantidad de suspensos que vamos a ver en este listado, historietas inverosímiles protagonizadas por cuerpos sin historia ni alma, o por zombis emocionales ligeritos de ropa y de biografía sexual. El título en color rojo es una invitación a salir corriendo; el ámbar, para aprobadillos justos; el verde, para sentarse en el sofá en buena compañía y disfrutar.
Nota final: Las fichas de los filmes aparecen ordenadas por el título de su estreno en España, al final del cual aparece la sentencia en forma de 1 a 5 -excepcionalmente 6- estrellas.
Dicho todo esto, espero que este catálogo incluya algunas sugerencias útiles para enriquecer el proceso de sexuación de los espectadores y seres sexuados en general. ¡Buen viaje por las fronteras entre el Séptimo y el Octavo arte!

Juegos Prohibidos*** (I Like to Play Games), 1995, Moctezuma Lobato. USA, 90′. Con Ken Steudman, Lisa Boyle, Pamela Dickerson.
Argumento de contracarátula: Michael es incapaz de encontrar a una mujer que pueda satisfacer los juegos sexuales que le excitan, hasta que conoce a Suzanne. Aunque la acompaña una mala reputación, no puede quitársela de la cabeza. Suzanne es todo lo que un hombre puede desear, desde la inocente colegiala hasta una dominante seductora. Tras su primer encuentro, Michael queda cautivado. Pero cuando sus sentimientos se vuelven más fuertes, ella no tiene ningún reparo en jugar con ellos. Michael debe dar la vuelta a la situación para salvar su cordura y, de paso, su vida.
Valoración: Esta película pasará a la historia como el arranque de la fulgurante carrera de Lisa D. Boyle como reina del softcore. Moctezuma Lobato, con ni siquiera media docena de títulos en su filmografía, da con esta su ópera prima el pistoletazo de salida a la Boyle, lo que le abriría las puertas de Playboy en un buen puñado de números de la revista a finales de los ’90 para irse poco a poco quedando arrinconada en las buhardillas del imaginario de los 2000. Lobato, hoy prácticamente olvidado, poco imaginaba en 1995 que estba asistiendo al nacimiento de una estrella del erotismo de fin de siglo. Sin ser una obra de arte, I Like to Play Games (estrenada en algún país con el desafortunado título de Una chica muy traviesa y en España como Juegos Prohibidos) muestra a una mujer (Suzanne) de las que hoy llamamos «empoderadas», hedonista, consciente de su poder de seducción y sus armas de mujer bien afiladas. Ese planteamiento la aleja inicialmente de los estereotipos extremos de la ingenua a la que desnuda el primer pelagatos con un mínimo poderío y la recurrente figura de la ninfómana, tan recurrente en el cine de los ’70 quizá como trauma masculino ante los nuevos tiempos derivados de la Revolución Sexual. Sin embargo, cae en otra figura tópica de la narrativa moderna: el de la Carmen que contrapuntea al infame Don Juan, en una versión decimonónica de la futura femme fatale del cine negro de los ’40. La historia del Don Juan que prueba y sufre su propia medicina en cuanto le tocan los sentimientos tiene ya poco de original en los ’90. Desde las sirenas de Ulises hasta nuestros días, la idea de la mujer como emisaria del diablo para el incauto macho enamoradizo se ha sucedido en multitud de versiones, perras y collares. La ninfómana, heredera de la estirpe de bíblica Lilith, venía a consumar el paroxismo de ese miedo ancestral ante el poder de seducción de la mujer, capaz de arruinar la vida al «hombre bueno» y reducir a escombros los atributos del héroe. La Helena de Paris llevaría ese estigma hasta la destrucción de Troya. Por tanto, nada nuevo bajo el sol. Pero lo cierto es que la Boyle no está nada mal en su debut en el softcore, al que llega con cierto oficio tras su participación en una relevante cantidad de filmes. Le da al personaje de Suzanne ese aire maldito que exige el guion y contrasta bien con la expresión atolondrada del despistado Michael, al que lleva por la calle de la amargura hasta incluso enemistarle (¡cómo no!) con su mejor amigo, otra de las víctimas de la «rapaz». Pero estamos en los ’90, y las cosas no pueden quedar así. Hay que salvar al macho como sea, y al final se espera que las masculinas aguas vuelvan a su cauce y se restaure el patriarcado. Tras la tempestad y el infierno, y alguna incursión muy de puntillas en el BDSM y la subcultura Kinky, Michael deberá encontrar la luz y dejar el pabellón de los machos bien alto. ¿Lo conseguirá? Os dejo que lo descubráis y que me digáis si encontráis el desenlace verosímil. Recomendación: Para miradas intrigadas por la evolución del patriarcado y la lucha de las mujeres por la equifonía y mujeres con ganas de revolver agravios históricos de género.

Kamasutra Chino* (Chinese Kamasutra), 1994, Chang Lee Sun (Joe d’Amato). 90′. Con Georgia Emerald, Marc Gosálvez, Leo Gamboa, Li Yu
Argumento de contracarátula: La joven y bella Joan, tras finalizar sus estudios en Londres, viaja a una provincia del sur de China. Aficionada como es a la lectura, descubre un libro intrigante. En sus páginas aparecen escenas eróticas jamás imaginadas por ella. Durante su lectura, recibe una visita inesperada: la imagen reencarnada de un antiguo amante. Utilizando su poder, la seducción, este convencerá a Joan para que visite una misteriosa casa en la que conocerá y practicará todos los secretos del Kamasutra.
Valoración: El eslogan de la carátula es quizá lo único que no miente en esta película, cuando avisa: «Aquello que ninguno se ha atrevido nunca a contar». ¡No me extraña! Estamos ante una historia rocambolesca que estafa al espectador desde su título (¿Kamasutra?) hasta el nombre del director Chang Lee Sun, que no es sino el sinónimo usado esta vez por el peculiar Joe d’Amato, célebre por los despropósitos argumentales de sus obras, de pura sexografía sin contenido. A d’Amato se le reconoce cierta gracia a la hora de crear «filmes de culto» al más puro estilo Jess Franco, pero con la osadía y pretenciosidad de adornarlos en ocasiones (esta sería una de ellas) con «profundas reflexiones» sobre la experiencia y el género humanos. Los secretos del Kamasutra que la sinopsis promete hacer conocer y practicar a la protagonista acaban reducidos a un cuento chino, con cuatro manoseos, cuerpos desahuciados de su vestuario y pelillos a la mar. El montaje abusa hasta la hipnosis de escenas repetidas en bucle para explicar una historia de «misterio» al más puro estilo sexploitation, sin pies ni cabeza, en lo que más bien parece una parodia del exotismo del porno chic de los ’70 que un producto de los ’90 con un mínimo de aspiraciones de éxito. La actuación del elenco de «actores» roza el insulto por su absoluta falta de convicción y talento. Para los más incondicionales, destacaría la presencia del escultural cuerpo de su protagonista principal, Georgia Emerald, cuyos méritos interpretativos colocan a la insípida Silvia Kristel casi al nivel de la mejor Bette Davis. Se mueve entre dos únicos registros: 1) ¿Qué-hago-yo-aquí? y 2) ¿A-qué-hora-termina-esto? Inexpresiva, sosa, catatónica, anodina, se lo juega todo a la baza de una espectacular anatomía y… nada más. No es de extrañar que su currículum como actriz se abra y se cierre con esta película. Después de esto, supongo que solo le ofrecerían papeles de protagonista de alguna truculenta trama necrofílica (obviamente, en el papel de muerta). En fin,… Por resumir y no haceros perder más tiempo que la propia película: 90 minutos de mi vida invertidos en un producto de alto riesgo y cero rentabilidad que deja mis cuentas de cinéfilo con el mismo saldo que antes de su visionado. Recomendación: Subproducto apto solo para cazadores de amazonas sin garbo y sufridos erotómanos sobrados de tiempo.

Maui Heat**, 1998, Jake Kesey. USA 92′. Con Kimberly Dason, Michael Anderson, Kimberly Rowe, Teresa Langley, T. R. Smith.
Argumento de contracarátula: A las playas de Maui llega Jake para hacer un reportaje de bañadores para una prestigiosa revista femenina y para encontrarse con Laura, la editora, que además es su amante. El éxito de este reportaje es la última oportunidad que tiene la revista para no cerrar. Mitch, un antiguo amigo de Jake y ex novio de Laura, no dudará en intentar sabotear este trabajo. Al final, el reportaje saldrá adelante pero sus vidas cambiarán.
Valoración: No me queda claro si el director de la película es Jake Kesey (aparentemente, un auténtico desconocido), como apunta la edición del filme en Intervíu (Joyas del Cine Erótico, nº 28) o si es, como informa IMDb, Mike Marvin. En cualquier caso, Jake es (¿casualmente?) el nombre del protagonista de la película, y me resisto a pensar que el director quisiese con esta película -digna de teleserie de mediodía con los niños en casa de los abuelos- hacer algo así como un episodio autobiográfico. El elenco de actores cambia también de una a otra fuente, y el año de estreno pasa de 1996 según IMDb a 1998 según Intervíu. Curiosidades para frikies de la arqueología del entretenimiento, salvo que el lector este preparando una tesis universitaria, tampoco vamos a invertir tiempo en este quebradero de cabeza. Por desgracia, no hay ningún Óscar en juego. Me centro por tanto en la «hermenéutica» de la obra. A finales de los ’90 la estética vídeoclip ya está definitivamente afincada en el cine de acción, y los cineastas dedicados a la producción industrial de escenas eróticas con un argumento más o menos sólido y digerible se apuntan a la moda. Este es un largo vídeoclip veraniego picantón que pretende mostrarnos una historia clásica, heteropatriarcal y machirula, de dos gallitos enfrentados por una misma amante y compitiendo por ver quién se lleva más gatas de turno al agua. Como ya ocurriera con Showgirls de Verhoeven (1995) pero con menos oficio, Kesey/Marvin dirige este pseudo-drama fresquito que aprovecha para adentrarse en las trastiendas de algunos oficios poco ortodoxos de las jóvenes norteamericanas de los ’90 (modelaje y fotografía fashion en este caso, bailarinas de estriptís en el de Verhoeven), y en las cuitas gallináceas entre un@s y otr@s se agota el poco hilo argumental. Eso sí, para explicar este clásico falodrama, los productores escogen un idílico paraíso hawaiano como escenario para llenar de fotos sexis una revista rollo lifestyle femenino con chicas adornando el paisaje con los últimos diseños de moda de baño de la temporada. Cuando el bañador en cuestión aprieta, aprovechan para liberar carne, los protagonistas masculinos (muy masculinos, que estamos en la era pre-nuevasmasculinidades) se las disputan y ellas caen seducidas en sus donjuanescos brazos. Los dos ex-amigos, que han roto su relación «por culpa de» la traidora directora del proyecto, acabarán reconciliándose (o no) a tortas. Muy machote todo ello, muy heterobásico. Me disculpo el spoiler porque la propia sinopsis ya cuenta que todo acaba más o menos bien, el reportaje prospera, y no sé qué pero parece ser que el final algo cambia las vidas de no sé tampoco quién, la verdad, salvo en tontos detalles de poco calado identitario. En fin, puro softcore: cuatro cuerpos rezumando, dos pendencieros gallos de pelea buscando constantemente maraña y un grupo de chicas de buen ver a la caza de su momento de gloria en una portada de revista alimentan un argumento heterobásico a rabiar, tópico y previsible, sin más -aunque al menos bien rodado y montado-. Recomendación: Su estética de telefilme subidito de tono hace de la película un pasatiempo apropiado para nostálgicos del verano pasado, para fans de los ambientes playeros y aspirantes a protagonistas de fantasías eróticas isleñas en países donde no hay viejos y todo el mundo es guapo a rabiar.